domingo, 6 de abril de 2014

Algunas reflexiones sobre el clientelismo

Podríamos pensar que el clientelismo en España, entendido como un fenómeno que se vale del intercambio extraoficial de favores, en los que el cacique, como intermediario del oligarca, concede prestaciones  a cambio de apoyo electoral, era una forma de corrupción superada gracias a la democracia de la que disfrutamos desde hace más de 30 años.

Lo cierto es que con el tiempo, el clientelismo ha ido evolucionando y haciéndose más complejo. Las clientelas tradicionales de los notables locales han sido suplantadas por clientelas políticas asociadas a partidos. En cualquier caso, el mismo perro con distinto collar, los patrones y modelos de comportamiento del clientelismo tradicional se mantienen.

El Diccionario de la Real Academia Española define el término “clientelismo” como el “sistema de protección y amparo con que los poderosos patrocinan a quienes se acogen a ellos a cambio de su sumisión y de sus servicios”. Esta definición supone admitir implícitamente que quienes no se sometan o quienes no presten servicios a los poderosos, se ven privados de su protección y de su amparo. Es evidente, en consecuencia, la discriminación que el clientelismo lleva aparejada por partida doble.

Hasta hace no tanto tiempo, el patrono-cacique contaba con el reconocimiento de un statu quo que le otorgaba legitimidad y autoridad reconocida por sus clientes. El cacique obtiene de sus clientes obediencia, respeto y lealtad a cambio de proporcionarles trabajo, subsidios o protección.  Como es obvio, para que este modelo de relación social exista se precisa que las personas o grupos estén situados en diferentes puntos de la escala jerárquica y con una gran desigualdad. El cacique es generoso, obtiene prestigio y una clientela agradecida. El clientelismo es una forma de dominación social, aquel que la ejerce otorga beneficios, compra lealtades a cambio de influencias, distribuyendo favores a cambio de ganar voluntades.

En el caso de España, el fenómeno histórico del clientelismo y el caciquismo se hacen muy evidentes a partir del reinado de Isabel II. El apogeo del caciquismo-clientelismo se produjo en el último cuarto del siglo XIX y el primero del XX. Recomiendo leer a Joaquín Costa (Oligarquía y caciquismo) Es en este periodo cuando el clientelismo político floreció en una de sus formas más primitivas: el caciquismo. Este sistema en el que el cacique ofrece ayuda y protección frente  a la oligarquía y la burocracia oficial facilitando incluso empleos más o menos estables a su clientela, pervive casi (o tal vez sin casi) hasta la actualidad. 

Desde luego, uno de los principales enemigos de la democracia es el fenómeno del clientelismo y en la España de principios del siglo XXI, el clientelismo político existente se perpetúa gracias al funcionamiento interno de la mayoría de los partidos políticos. 

Las cúpulas dirigentes, elegidas por compromisarios y no por el voto directo de los militantes, son las que deciden unas listas cerradas y bloqueadas escamoteando a sus militantes cualquier otra posibilidad de elección.  La esperadísima elección de los candidatos del PP al Parlamento europeo, decisión que toma Mariano Rajoy, sin necesidad de consultar a sus militantes, es un buen ejemplo de ello. La elección de Elena Valenciano, excelente candidata, por cierto,  es solo otro ejemplo más. Espero que las primarias del PSOE, aunque sean solo un primer paso a todas luces insuficiente, marquen tendencia y consigamos entre todos cambiar esta situación.

Son estas mismas cúpulas las que, al igual que en sus propias listas electorales, también deciden a quién colocar, o no,  en los diferentes puestos de los poderes del estado, incluido el judicial, o de las entidades y organizaciones participadas por el mismo. Los ejemplos conocidos abundan, el reparto de designación de jueces del Tribunal constitucional, los consejos de administración de empresas estatales, etc.

De este modo, todos estos cargos deben su responsabilidad y agradecimiento a esas cúpulas y no a sus electores. Así no podemos estar seguros de que las instituciones de poder   estén dirigidas por personas con capacidades y cualidades que las capaciten para ese desempeño o, por el contrario, hayan sido designadas debido a  intereses particulares,  compromisos personales, o a la devolución de favores.

Lo que necesitamos son servidores públicos y no empleados al servicio de la élite a la que pertenecen o aspiran a pertenecer.

De este modo, el ciudadano es expulsado de la vida pública evitando que ejerza ningún tipo de control y abandona (si acaso alguna vez lo tuvo en sus manos) el patrimonio público en manos de la misma reducida oligarquía que controla los resortes del poder.

Esta situación se asemeja mucho a un feudalismo político en el que los partidos se convierten en máquinas para ganar elecciones  en lugar de ser organizaciones representativas del pueblo. Cuando la única función de un partido político es la de alcanzar el poder, la democracia se termina y el ciudadano-votante se convierte en un mero cliente.

En muchos casos, los partidos se han convertido en fuente de empleo y de ascenso económico y social, especialmente para sus cúpulas dirigentes. En algunas ocasiones podemos observar, asombrados, como, en el ámbito local, el paro, en lugar de ser un arma política para ser utilizada contra el partido gobernante se convierte en un recurso de poder, a ti te doy empleo o subsidio y a ti no. 

En cierto modo, la España caciquil nunca desapareció. A finales del siglo XIX vivimos un régimen corrupto de turno de partidos. En la Guerra Civil, el republicanismo y el liberalismo fueron arrasados junto con los masones, el socialismo, el movimiento libertario, el comunismo, la democracia, los derechos sociales y laborales, la libertad religiosa, la igualdad, la reforma agraria, los derechos de las mujeres, etc. Una vez finalizada la guerra, el bando vencedor  erradicó todo lo progresista perpetuando el semifeudalismo que había caracterizado la evolución del Antiguo Régimen en España.

La principal consecuencia que el clientelismo tiene en la vida de los ciudadanos es que el acceso a determinados recursos es controlado por una serie de patrones que reparten dádivas a sus clientes a cambio de su apoyo. Es un fenómeno social con raíces profundas en nuestro país, heredado de los tiempos feudales en que una mayoría de la población campesina dependía de los latifundistas. El individualismo propio de la política caciquil es el que fomenta que mucha gente vote a unas siglas o a un nombre sin valorar las ideas o el proyecto.

El clientelismo subsiste, entre otras muchas razones por la falta de cultura política que todavía pervive entre nosotros. Tras muchos siglos conviviendo con este sistema, las políticas individualistas y personalizadas en los tratos de favor nos parecen lo natural. Los ciudadanos no hemos interiorizado las reglas del juego democrático. Aunque nos ofendemos cuando conocemos de casos de “enchufismo”, lo aceptamos como normal, “el que no lo hace es porque no puede”, y así nos va.

Lo cierto es que la vida de las empresas y cualquier organización en nuestra sociedad depende en gran medida de sus relaciones con la administración pública o con  los partidos políticos que han asumido muchas de las funciones de los patronos en el pasado. Así, los partidos políticos, si no se dotan de suficientes y eficaces mecanismos de control internos y externos, se pueden convertir, si no lo son ya, en la piedra angular del clientelismo. En cierto modo han sustituido también al clero y a la milicia de tiempos pasados como forma de elevarse socialmente para  personas que utilizan la política para progresar socialmente en ausencia de otro tipo de méritos.

No cabe otra cosa que lamentarse  por la permisividad de un sistema que permite que haya gente que se beneficie de los recursos públicos abusando de la confianza depositada en ellos como responsables políticos y burlándose de la ley (o al menos de su espíritu).

Esta sofisticada variedad moderna de clientelismo  es muy perjudicial para los intereses públicos y es nuestra obligación denunciarla y tratar de eliminarla. Un nuevo modelo de gestión de los partidos políticos con una nueva ley que los haga más democráticos, transparentes y participativos puede ser  un buen camino a seguir.

A continuación os dejamos una encuesta anónima, sólo disponible desde PC, para que nos digáis vuestra opinión.

Félix Santos (FS)





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